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La Becada y el Beisbol

4/4/2003, Autor: Jordi Figarolas, lecturas: 8692

Andábamos, mi buen amigo y compañero de Club José Gonzalez y el que esto os cuenta, cazando gelinottes en la Reserva Faunística de Rimouski, al norte de Quebec. La reserva tiene una superficie de 729 Km2, está formada en su totalidad por bosques de aveto rojo mezclados en mayor o menor medida con arce y abedul blanco y cuenta con 45 lagos en su interior, y toma el nombre del rio del mismo nombre, el Rimousky que la atraviesa de norte a sur. Dicha masa boscosa está formada por árboles de edad avanzada en su mayoría, dando lugar al biótopo idoneo para encontrar la ya mencionada gelinotte, aunque no descartábamos tropezarnos con algunas becadas despistadas.

Haré aquí una pausa para describir la gelinotte (bonassa umbellus) al profano, pues es ave exclusiva de la fauna canadiense y, evidentemente, no estan ustedes, queridísimos lectores, obligados a conocerla. Dicho pájaro, llamado comunmente "perdix" por los quebequienses, es una gallinacea de tamaño entre un faisán y nuestra perdiz roja. Su coloración es parda-grisácea y se caracteriza por tener una cresta negruzca en la cabeza y una larga cola atravesada lateralmente por dos franjas negras que el macho abre en abanico en época de celo. Goza también de un curioso collar de plumas que mezclan el negro con el amarillo y que, en reposo, le confieren un aspecto mas rechoncho de lo que en realidad es. Su comportamiento en el monte es parecido al de nuestro faisán, sólo levanta el vuelo en situaciones muy apuradas y es una gran apeonadora. Una de sus argucias más caracteristicas es encaramarse a las ramas de los arboles y, desde allí, hacer burla de perro y cazador que, atónitos, asisten al despegue del pájaro por donde menos esperaban: encima de sus cabezas. La difícil pronunciación de su nombre, junto a su habilidad para esquivarnos durante los dias que duró mi visita cinegética a Quebec hicieron que deformáramos ligeramente su pronunciación y la rebautizáramos con el parecido nombre de jilipollas, haciendo referéncia este nombre, más que al pájaro, a cómo nos hacía sentir a nosotros, sus perseguidores.

Bien, retomemos el hilo de este cuento, andábamos pues tras las gelinottes. La verdad es que la densidad de pájaros no era precisamente abundante, una primavera con nevadas tardías que había provocado gran mortaldad en nidos y pollos, junto a dos dias de fuerte viento norte el cual obligaba las gelinottes a esconderse en las profundidades de los avetales, hacian que en zonas donde en pasadas temporadas era relativamente fácil hacerse con el cupo de capturas, apenas viésemos pájaros. La mañana había transcurrido tranquila, casi aburrida diría yo. Sólo una muestra de Willy, el epagneul breton de José, tras la cual salieron una familia de seis "jilipollas" de las cuales pudimos descolgar dos, y el curioso tropezón con un lince que, encaramado en un árbol, nos avisó con sus rugidos que las gelinottes de la zona tenian dueño, habían animado un poco nuestro paseo.

Después de comer un mendrugo de pan aderezado con un poco de queso al estilo montuno, léase deprisa y corriendo para aprovechar la tarde, decidimos dar la última vuelta por los alrededores de la cabaña donde nos alojábamos, pues el resto de compañeros de expedición habian visto algún pájaro en esa zona la jornada anterior. La desazón de no encontrar la caza que esperábamos hacia mella en nuestra moral, y dedicábamos nuestra atención más a admirar el maravilloso paisaje que la reserva nos ofrecía, con sus combinaciones de colores otoñales en los árboles: el rojo fuego de la hoja de arce, el amarillo de los abedules, el tornasol azulado del aveto alpino... que a seguir las evoluciones de nuestros canes. Andaba yo enfrascado en la extracción, sin estropear ninguna raíz, de un pequeño aveto azul al que quería transplantar a una distáncia de 6000 kilómetros sin pagar pasaje.

Hago aquí otra pausa para recordar a mi querido José que el aveto en cuestión se quedó en su casa, lo que nunca se sabrá es si el olvido fué casual o una maquiavélica argúcia del que suscribe para utilizarlo de excusa y regresar un año de estos a recuperarlo y, de paso, comprobar que la botella de Cardenal Mendoza que me escoltó durante el viaje de ida no haya sufrido una expoliación total de su preciado contenido.

Decía pues, y perdonen mis continuos paseos por los cerros de Úbeda, que estaba yo enfrascado en mis labores de jardinería cuando un pitido discontinuo, feo, el cual nada tenía que ver con la calma y el sosiego del lugar donde nos encontrábamos, pero sin embargo familiar, me distrajo de mi afán botánico. Mi mente, algo aletargada por la aciaga jornada, tardó en reconocer el collar electrónico de mi setter Rose el doble de lo que tardé en empuñar el hierro y disponerme a servirle la muestra. José, que estaba dirigiendo la operación de trasplante vegetal a mi lado, se colocó en el sendero y un servidor se adentró en el bosque, dirigiéndome presto hacia donde se oía el pitido. Al llegar junto a la perra, no sin antes sortear infinidad de ramas y arbustos que parecian querer vengarse de lo que intentaba hacer con un congénere suyo hacía un minuto, la ví de muestra, tumbada en el suelo como es costumbre suya. Busqué afanosamente un pequeño claro donde poder disparar con comodidad y, al no haberlo, decidí entrar al trapo, sucediese lo que sucediese. Al fin y al cabo José cubría la más que posible salida del ave por el sendero. Al llegar yo a la altura de la perra, el pájaro arrancó verticalmente, no se trataba de una jilipollas (léase gelinotte) sinó de una becada, y se tapó inmediatamente tras una mata. Reconozco que mi certero tiro, lanzado a tenazón, fué más fruto de la casualidad que de mi atino. La cuestión es que perdí de vista la becada y, al no oir disparo por parte de mi compañero, supuse que había acertado. No me equivoqué, pues sin orden previa Rose se adentró en la mata por donde había desaparecido el escolopácido y me lo trajo en su suave boca, sin apenas despeinarlo.

Aún estábamos junto al sendero haciendo los honores a la minor y comentando el completo lance de Rose cuando Yako, el braco francés de José, se introduce en el bosque y revuela otra becada que se nos viene encima. Al vernos da un giro de 45 grados e intenta huir siguiendo el trazado del sendero, ofreciéndonos un blanco perfecto. Le soltamos los cuatro tiros, dos yuxtapuestos y dos superpuestos, y la becada, despues de hacer unos extraños en su vuelo, cae en el camino, a unos cuarenta metros de donde le tiramos. José se dirige a cobrarla a la vez que recarga la escopeta. Yo, con la escopeta abierta, aguardo en el sitio donde le disparamos. Cual es mi sorpresa cuando, al agacharse José para recoger la becada, ésta emprende el vuelo y, desaciendo el camino que había hecho, se dirige hacia mi, en vuelo casi rasante, esquivando el único cartucho que mi compañero había tenido tiempo de cargar. No se aún que es lo que pasó por mi mente en esos momentos, encontrándome desarmado y con una becada viniéndome de frente a escasos dos metros de altura. La verdad es que nunca me ha atraido demasiado el deporte profesional, y menos los de claro cariz norteaméricano, pero el caso es que me encontré agarrando la escopeta por el cañón y, en infausta imitación del bateador titular de los Red Sox, intenté propinarle un escopetazo en vuelo. La becada se fué a criar, mis nobles posaderas acabaron en el suelo debido al contrapeso de la escopeta, y las risas de José se oyeron en Pekín.

Moraleja amigos:

La becada a veces tiene comportamientos extraños e incomprensibles a nuestras obtusas mentes, pero ciertos comportamientos del cazador, a ojos de las becadas, son dignos de encierre y larga reclusión en centros de tratamiento mental especializado.


Dedicado a un amigo del alma, sin el cual semejante caída nunca hubiere sido posible.

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